jueves, 5 de julio de 2012

HILDEBRANDT ACERCA DE JACQUELINE DU PRÉ


Todos sabemos de sus agudos y demoledores análisis políticos pero es por columnas como esta que César Hildebrandt realmente establece su primacía en cuanto a la capacidad de un comunicador profesional. Allí donde otros se hacen famosos reseñando vulgaridades y haciendo rubíes de fondos de botella a diario, don César nos recuerda una de las maravillas de la música, el cello, y a una de sus mejores intérpretes, la inglesa Jacqueline du Pré, en una crónica que anticipa una lamentable efemérides del mundo musical: la cellista falleció hace un cuarto de siglo antes de llegar a los 50, de una penosa enfermedad. Donde esté, su legado y su sonido siguen vivos gracias a periodistas lo suficientemente cultos para seguir escuchándola...




DIOS Y EL CELLO

por César Hildebrandt





Cuando quiero reconciliarme con la especie humana, pienso en Jacqueline du Pré, la asombrosa cellista británica que asombró al mundo desde su primer concierto como solista a los doce años de edad, fue la discípula preferida del enorme William Pleeth y se hizo judía para casarse con el pianista Daniel Barenboim.

La llamaban algo así como “Sonrisas” por su facilidad para ser feliz en la música y con la música. Todas las imágenes documentales que de ella quedan la muestran dominada por una energía dulcificada por su amor a lo que hacía y por una sonrisa que postulaba, sin quererlo, a ser el centro del universo.

Interpretó a Schumann como nadie, a Elgar como este hubiese soñado, a Franck con matices que ninguno de sus colegas de instrumento pudo percibir.

Porque el cello tiene un rango de registros que no parece extenderse a los costados sino en profundidad o hacia arriba, hacia la tierra grave o los azules ligeros de la atmósfera, vertical hacia abajo con Schumann y su albedrío hecho pedazos por la demencia, vertical hacia arriba con Bach y sus ensayos de autista estratosférico y maravilloso. Puede haber pianistas tocando en piloto automático, perfectos en su gelidez como Claudio Arrau. Pero nadie ha escuchado jamás a un cellista que no dé la vida a la hora de escoger el ángulo del arco y la delicadeza del esfuerzo. Y los que se vuelven mercancía como Yo Yo Ma corren el riesgo de sonar demasiado, de extender demasiado su repertorio y de perder cada día que pasa un poco más de intensidad en los dominios dictados por la industria discográfica.

Jacqueline era rubia hasta el sol y sola – aun después de casarse – al natural. La verdad es que solo se casó con el cello y el cello la amó como a my pocas.

Tenía 26 años y estaba en la cima de su carrera cuando las manos empezaron a entumecérsele y la fatiga a postrarla. Luego vinieron lentamente, a paso de procesión devastadora y de ensañamiento inexplicable, la doble visión, la debilidad muscular, las dificultades para tragar. Batalló durante años en contra de la esclerosis lateral amiotrófica pero la inevitable derrota se produjo el 19 de octubre de 1987. Tenía en ese momento 42 años y había sido maravillosa y doliente como suelen ser las personas más allá de lo común, las fascinadas por el arte y las tocadas por el mal de la perfección imposible.

A la hora de su agonía, el viejísimo maestro Pleeth le puso el concierto para cello de Schumann interpretado por ella misma. En esos momentos, los de su muerte próxima, Pleeth debió recordar que du Pré no aparecía en un concierto desde 1972, la noche aquella en que debió tocar a Brahms, en Nueva York, sin sentir nada en las manos por la enfermedad, calculando la digitación por instinto y teniendo crisis de rigidez muscular en la mano del arco. El público la aplaudió como nunca pero la atmósfera de la sala, con Leonard Bernstein en la batuta, era trágica.

Cuando todo se me hace repulsivo, vuelvo al cello. No a tocarlo, como hubiese querido y me fue negado con justicia, sino a oírlo.

De él obtengo mis mejores momentos: a ese grado de aislamiento puedo llegar (y no me quejo, lo proclamo con aire liberado).

El cello es una voz de origen que nos grita o susurra que todo pudo ser arte (aunque fue guerra), que todo debió ser vitalidad creadora (y fue aflicción), que toda la ciencia debió reducirse a la transformación de algunas maderas y ciertas tripas en música celestial, en Bach o Elgar, Bruch o Fauré.

Si Dios existiera debiera tocar cello en vez de trompetas de anunciación y debería recibirnos – si llegáramos – encabezando una orquesta de cámara que tocara a Marais con la antigua exactitud del cuarteto Espectro de la Rosa.

Pero no: Dios no existe ni puede estar detrás de la creación de una entidad tan maligna como el ser humano, alguien que pudo dedicarse al cello y a actividades del ramo pero prefirió, como tarea esencial, matar a sus semejantes, erigir muros con púas para resguardar lo que jamás fue suyo e inventar dioses con patria y sello étnico para justificar el exterminio de los otros.

Dios no podría haberse equivocado tanto como para permitir la derrota del cello.










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